Cruzar el lumbral de la puerta es toda una experiencia
inigualable, te invaden los olores a ahumados y especias de todo tipo. La vista
se impacienta queriendo ver todo lo que nos rodea. Encontrando en cada rincón una
nueva sorpresa.
Recorremos
la primera sala leyendo cada frasquito, cada latita, descubriendo miles de
cosas imaginándonos aquellas épocas lejanas… queriendo saber más, buscando en
cada rincón un pedacito de historia.
Una pequeña
escalera nos lleva al sótano donde viejas botellas, quesos, herramientas para
el armado de los embutidos y otras joyas se encuentran arrumbadas como todo
buen sótano.
Detrás
nuestros, otros visitantes esperan su turno y por más que me quedaría horas
mirando, retomamos y nos adentramos por la casa donde hoy funciona un
restaurant donde uno puede saborear una picada u otros platillos. Nosotros ya
tenemos planes para nuestro almuerzo así que nos dedicamos a observar y
maravillarnos.
Viejos
bancos de maderas y una larga mesa, iluminada por las velas y la luz del sol
que entra por pequeñas ventanas en la pared de adobe que tienen más historias
que contar que cualquiera de este lugar.
Pasamos de
sala en sala y danza de las llamas nos atrae como Hechizandonos. Un pequeño de rincón
con el fuego prendido en la parrilla junto a un horno de barro que invita a
quedarse a tomar unos mates con a unas torta fritas en la calidez de un hogar.
En el patio
externo nos esperaba otra joya un Ford se halla durmiendo su siesta final junto
a una bicicleta estilo inglesa y juguetes de niños de siglos pasados entre
otros tesoros que descansan bajo la pérgola cargadas de ramilletes de flores
celestes que caen desde arriba como lluvia.
Como una burbuja detenida en el tiempo Épocas de quesos, nos sedujo hasta el último minuto para devolvernos nuevamente a la realidad con solo salir a la vereda.
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